El sol apenas comenzaba a asomarse en el horizonte, tiñendo el cielo de un suave tono dorado, cuando los primeros sonidos de la actividad cotidiana comenzaron a resonar en las calles. Sin embargo, esta mañana no era como cualquier otra. En cada hogar, una misión se había apoderado de los corazones y las manos de los cubanos: buscar no lo que les sobraba, sino lo que podían compartir.
Desde la pequeña casa de Marta, una madre de tres hijos, se escuchaban risas nerviosas y el tintinear de utensilios. Con cada paso que daba por la cocina, su mirada se llenaba de determinación. "¿Qué podemos darles a nuestros hermanos de Guantánamo?", se preguntaba mientras revisaba por la casa. No se trataba de encontrar lo que ya no necesitaba, sino de ofrecer lo que tenía, lo que había costado esfuerzo y sacrificio. Un frasco de mermelada casera, un pulover en buen estado, un jabón, un utencilio de cocina: cada artículo era un símbolo del amor que sentía por aquellos que lo habían perdido todo.
En la casa de Luis, un joven carpintero, la escena era similar. Su taller estaba lleno de herramientas y madera, pero hoy no se trataba de construir muebles. Luis se dedicaba a reunir mantas y ropa para abrigarse. "No podemos dejar que pasen frío", decía mientras doblaba con cuidado una vieja chaqueta que había pertenecido a su abuelo. Para él, cada prenda era un abrazo que cruzaría la distancia entre su hogar y el dolor de los guantanameros.
A medida que avanzaba la mañana, el bullicio del vecindario se intensificaba. Las puertas se abrían y cerraban, las familias se unían en la búsqueda de lo que pudieran ofrecer. La unidad del pueblo se hacía palpable; no había distinción entre los que tienen mayor poder adquisitivo y los que no , entre jóvenes y ancianos. Todos estaban en la misma sintonía: el deseo de apoyar, de ayudar, de sanar las heridas que el ciclón Oscar había dejado en su camino.
Las calles comenzaron a llenarse de cajas y bolsas, cada una repleta de alimentos, ropa, medicinas y juguetes para los niños que habían perdido su hogar. Los rostros de quienes llevaban sus donaciones eran un reflejo de amor y esperanza. En cada paso, llevaban consigo la carga emocional de un pueblo que sabía lo que era perder y también lo que era levantarse. La solidaridad se convertía en un hilo invisible que unía a todos en una sola voz: "No están solos".
Finalmente, al caer la tarde, un grupo de trabajadores se reunió frente al Gobierno Provincial . Allí, las donaciones se apilaron en montañas coloridas bajo el atardecer. Cada caja contaba una historia, cada bolsa llevaba consigo el aliento de aquellos que habían decidido no mirar hacia otro lado. En ese momento, el pueblo holguinero demostró que su fortaleza radicaba en su unidad, que su esencia estaba en la capacidad de levantarse juntos ante la adversidad.
El eco de risas y palabras de aliento resonó en el aire, mientras los trabajadores comenzaban a organizar los envíos hacia Guantánamo. No solo llevaban bienes materiales; llevaban consigo la esperanza y el amor incondicional de un pueblo que sabía que juntos podían superar cualquier tormenta.
Así, en medio del caos y la tristeza provocados por el ciclón Oscar, emergió una luz brillante: la solidaridad de un pueblo dispuesto a compartir no solo lo que le sobraba, sino lo que era parte de su vida misma. Un recordatorio poderoso de que en Cuba, la unidad es más fuerte que cualquier adversidad.
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